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Entre la autoexigencia y la búsqueda de equilibrio, muchas veces convertimos el bienestar en una meta más que en un espacio de descanso. Cómo dejar de presionarnos para “poder con todo” y aprender a ser más humanos.
Interés general01/11/2025 Por Silvina Zecler (MN. 46424)
Vivimos tiempos en los que el bienestar parece haberse convertido en un deber.
Meditar, hacer ejercicio, comer sano, mantener una mente positiva, “vibrar alto”. Todo eso, que podría ser un camino hacia la salud emocional, muchas veces termina siendo una exigencia más dentro de la larga lista de cosas que tenemos que lograr. Y ahí, sin darnos cuenta, caemos en una trampa: la del tengo que poder.
Este mandato silencioso nos dice que debemos estar bien, ser fuertes, superar dolores, ser exitosos, tener muchos amigos. Pero cuando el dolor aparece —y siempre aparece, de una forma u otra—, ese ideal de bienestar se convierte en una carga pesada. Nos sentimos fracasados por estar tristes, culpables por sentirnos agotados, avergonzados por no tener energía. En lugar de acompañarnos con ternura, nos juzgamos con dureza.
El espejismo del bienestar perfecto
A esta exigencia se suma otro fenómeno muy actual: la comparación constante con las vidas de los demás.
Las redes sociales, con sus filtros y momentos felices cuidadosamente seleccionados, nos hacen creer que el bienestar ajeno es permanente, natural, sin esfuerzo. Terminamos mirando hacia afuera, midiéndonos con estándares imposibles, creyendo que los demás “pueden más” o “viven mejor”.
Y así, la frustración y la envidia se cuelan disfrazadas de admiración.
Lo que solemos olvidar es que esas vidas que parecen tan ordenadas y luminosas también tienen zonas oscuras, solo que no se muestran.
Cuando el bienestar se vuelve exigencia
La paradoja es que cuanto más intentamos poder con todo, más lejos quedamos de nosotros mismos.
Porque no hay bienestar posible en la exigencia permanente. No hay calma cuando la cabeza repite mandatos.
El bienestar no se construye negando lo que duele o se nos hace difícil, sino habitándolo con conciencia y comprendiendo qué sentimos y por qué.
A veces, el verdadero acto de fortaleza no es seguir adelante, sino detenerse.
Decir “no puedo más” puede ser un gesto profundamente sanador. Poder sentir sin intentar reparar, poder soltar sin entender todo, poder descansar sin culpa.
Aprender a ser simples
No hay crecimiento sin conflicto ni fracasos.
La vida no es una línea recta de superación, sino un recorrido lleno de idas y vueltas, de duelos y renacimientos.
La salud emocional no es no tener heridas, sino aprender a convivir con ellas sin que nos definan.
El bienestar tiene más que ver con la autenticidad que con la perfección: con poder decir “hoy no estoy bien” y que eso no signifique un fracaso, sino una expresión honesta de humanidad.
Con permitirnos sentir lo que sea necesario, sin adornos, sin filtros, sin apuro.
Un cierre posible
Se acerca el final del año, y con él, la tentación de hacer balances: medirnos, revisar lo que logramos y lo que quedó pendiente.
Tal vez esta vez podríamos hacer algo distinto: en lugar de preguntarnos si pudimos con todo, preguntarnos si nos dimos permiso para ser humanos.
Si nos tratamos con paciencia.
Si nos dimos descanso.
Si supimos pedir ayuda.
Que el año que llega nos encuentre menos exigidos y más presentes.
Menos pendientes de “poder con todo” y más dispuestos a estar en paz con lo que somos.
Por Silvina Zecler (MN. 46424) psicóloga, especialista en psicoanálisis adolescentes y adultos
Quizá, cuando leas estas líneas, se revele una verdad sencilla pero profunda:
ser feliz es simple… lo difícil es ser simple.
Aprender a soltar lo que sobra, a desarmar los “tengo que” y quedarnos con lo esencial: lo que nos hace bien de verdad, aunque sea poquito, aunque no sea perfecto, pero sea lo más genuino que hay dentro de nosotros y en la vida que deseamos.

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