¿Por qué cuesta tanto soltar un vínculo que hace mal?

Soltar un vínculo que nos daña no es solo una decisión racional: es una experiencia profundamente emocional

Interés general14/11/2025 Silvina Zecler
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Soltar un vínculo que nos daña no es solo una decisión racional: es una experiencia profundamente emocional y también biológica. Incluso cuando el vínculo duele, una parte nuestra sigue esperando que mejore, que vuelva el momento en el que éramos felices o nos sentíamos acompañados. Decidir terminar una relación que lastima no es fácil, porque nos deja vulnerables, confundidos y nos exige revisar y redefinir la manera en que entendemos el amor y nos relacionamos con nosotros mismos.

Hablar de “repetir patrones” es una forma simple de nombrar algo muy profundo. Tendemos a buscar, sin darnos cuenta, escenarios emocionales que nos resultan familiares, incluso cuando aquellos hayan sido dolorosos. Nuestros primeros vínculos —especialmente con quienes nos cuidaron en la infancia— nos enseñan cómo se siente el amor, la atención, el conflicto y el abandono. Si aprendimos que para ser amados hay que esforzarse, complacer o tolerar el maltrato, probablemente repitamos eso en la adultez. A veces no se trata solo de repetir, sino de intentar, inconscientemente, reparar aquello que alguna vez nos hirió. Por eso, las elecciones amorosas muchas veces hablan más de nuestra historia que de nuestro presente.

En el inicio de una relación solemos ver lo que queremos ver: es la etapa del enamoramiento. El deseo y la ilusión nos vuelven más tolerantes y menos atentos a pequeñas alertas que, con el tiempo, se vuelven más evidentes. El comienzo de un vínculo sano debería sentirse tranquilo, no confuso ni desgastante. Cuando hay una tensión temprana disfrazada de “intensidad”, conviene detenerse y prestar atención.

Sí, se puede hablar de algo similar a una adicción emocional. No en el sentido estricto, pero cuando una persona se convierte en nuestra principal fuente de validación o alivio —aunque también sea fuente de dolor—, se genera una forma de dependencia. Reconocemos el daño, pero volver nos da una sensación momentánea de calma, aunque eso nos cueste caro. Además, si nuestra mente asocia el amor con sacrificio, interpretamos el malestar como parte natural del vínculo. Desprenderse implica atravesar el vacío que deja esa presencia, y muchas veces tememos más al vacío que al dolor ya conocido.

La culpa y el miedo son dos grandes sostenes de los vínculos no sanos. La culpa aparece cuando sentimos que, al irnos, estamos “fallando” o abandonando al otro, especialmente si crecimos sintiéndonos responsables del bienestar ajeno. El miedo a estar solos toca una herida más primitiva: la del abandono. No soportamos la idea de no tener a nadie porque eso activa el temor de no ser amados o de no valer por nosotros mismos. Así, preferimos un amor que duele antes que una soledad que asusta. La libertad emocional empieza cuando entendemos que estar solos no es un castigo, sino una oportunidad para reencontrarnos con nosotros mismos.

Cuando el maltrato se disfraza de amor, se vuelve confuso y peligroso. Frases como “te controlo porque me importás” o “te critico porque quiero que mejores” manipulan el sentido del cuidado. Quien las recibe puede empezar a dudar de su propio juicio y creer que el amor siempre duele un poco. Cuando el maltrato viene de alguien que dice querernos, el impacto es profundo: se confunde el amor con la sumisión, la entrega con la pérdida de uno mismo. El primer paso es volver a confiar en lo que uno siente: si algo duele y nos apaga, no es amor.

La cultura romántica también juega su papel. Nos ha enseñado que el amor “todo lo puede”, que el sufrimiento es prueba de profundidad y que amar es no rendirse jamás. Esas ideas, tan presentes en canciones, películas y redes, normalizan el dolor por amor. Muchas narrativas idealizan el amor pasional, posesivo o salvador, y eso distorsiona nuestra idea de lo que es un vínculo sano. El amor no debería doler ni consumirnos, sino ayudarnos a crecer y a estar en armonía con nosotros y con el otro.

Una relación deja de ser sana cuando nos sentimos más angustiados que tranquilos, cuando la conexión se vuelve una lucha constante o cuando dejamos de reconocernos. Aprender a vincularse distinto es posible sin terapia, aunque suele ser más difícil. La terapia ofrece un espacio para comprender sin juzgar, ver nuestras repeticiones y construir nuevas formas de amar. Pero el primer paso siempre es el mismo: animarse a mirar de frente lo que duele, porque solo lo que se reconoce puede transformarse.

Silvina Zecler (MN. 46424) psicóloga, especialista en psicoanálisis adolescentes
y adultos

Silvi Z

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